El príncipe Felipe, esposo de la reina Isabel II, ha muerto a los 99 años

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El duque de Edimburgo se casó con la futura reina en 1947 y llevó la monarquía al siglo XX. La franqueza ocasional de sus comentarios dañó su imagen.

UK., 9 Abr-21 (Agencia).- El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II, padre del príncipe Carlos y patriarca de una turbulenta familia real que él intentó que no fuera la última de Gran Bretaña, murió el viernes en el castillo de Windsor, en Inglaterra. Tenía 99 años.

Su muerte fue anunciada por el Palacio de Buckingham, que dijo que había fallecido en paz.

Felipe había sido hospitalizado varias veces en los últimos años por diversas dolencias, la última de ellas en febrero, dijo el palacio.

Murió justo cuando el palacio de Buckingham estaba de nuevo en plena turbulencia, esta vez por la explosiva entrevista en televisión de Oprah Winfrey el mes pasado con el nieto de Felipe, el príncipe Enrique, y la esposa birracial de Enrique, Meghan. La pareja, autoexiliada en California, lanzó acusaciones de racismo y crueldad contra los miembros de la familia real.

Como “primer caballero del país”, Felipe trató de guiar hacia el siglo XX a una monarquía cubierta con la parafernalia del XIX. Pero a medida que la pompa se vio eclipsada por el escándalo, y las bodas reales fueron seguidas de divorcios sensacionales, su misión, tal como él la veía, cambió. Ahora consistía en ayudar a preservar la propia corona.

Y sin embargo, la preservación —de Reino Unido, del trono, de siglos de tradición— siempre había sido la misión. Cuando este alto y apuesto príncipe se casó con la joven princesa heredera, Isabel, el 20 de noviembre de 1947 —él a los 26 años, ella a los 21—, un maltrecho país aún recuperaba de la Segunda Guerra Mundial, el sol casi se había puesto en su imperio, y la abdicación de Eduardo VIII por su amor a Wallis Simpson, una estadounidense divorciada, aún resonaba una década después.

La boda prometía que la monarquía, al igual que la nación, sobreviviría, y ofrecía esa seguridad casi como en un cuento de hadas: con magníficos coches de caballos resplandecientes de oro y una multitud de súbditos que los adoraban, dispuestos a lo largo del camino entre el Palacio de Buckingham y la Abadía de Westminster.

Además, fue un emparejamiento muy sincero. Isabel le dijo a su padre, el rey Jorge VI, que Felipe era el único hombre al que podría amar.

Felipe ocupaba un lugar peculiar en la escena mundial como marido de una reina cuyos poderes eran en gran medida ceremoniales. Era esencialmente una figura secundaria que la acompañaba en las visitas reales y a veces la sustituía.

Y, sin embargo, asumió su papel real como un trabajo que había que hacer. “Tenemos que hacer que esto de la monarquía funcione”, se dice que dijo.

Siguió haciéndolo hasta mayo de 2017, cuando, a los 95 años, anunció que se retiraba de la vida pública; su última aparición en solitario se produjo tres meses después.

Pero no se desvaneció del todo del ojo público. Reapareció en mayo de 2018, cuando se unió a la soleada pompa de la boda de Enrique y Meghan, saludando a las multitudes que se alineaban en las calles desde el asiento trasero de una limusina, con la reina a su lado, y subiendo a grandes zancadas los escalones de la capilla de San Jorge en el castillo de Windsor con un chaqué definido.

Para entonces había resurgido como una especie de figura de la cultura pop, que toda una nueva generación conoció a través de la exitosa serie de Netflix The Crown, un drama de época que ha trazado los acontecimientos de la Gran Bretaña de la posguerra a través del prisma de su turbulento matrimonio real. (Matt Smith interpretó al príncipe de joven, y Tobias Menzies en la madurez).

En público Felipe solía mostrarse ataviado con traje militar de gala, un emblema de sus títulos de alto rango en las fuerzas armadas y un recordatorio tanto de su experiencia de combate en la Segunda Guerra Mundial como de su linaje marcial: era sobrino del líder de guerra Lord Mountbatten.

Muchos veían a Felipe como un personaje casi siempre distante, aunque ocasionalmente indiscreto en público, dado a irritar a los ciudadanos con comentarios fuera de lugar, calificados de inconscientes, insensibles o algo peor. A un político británico negro se dice que le comentó: “¿Y de qué parte exótica del mundo vienes?”.

Con el paso de los años, se corrió la voz de que Felipe, en privado, podía ser irascible y exigente, frío y dominante, y que, como padres, él y la reina, emocionalmente reservada, aportaban poca calidez al hogar.

Incluso, como muchos británicos pensaban que la familia real era cada vez más disfuncional, consideraron que Felipe era un actor bastante significativo en una coyuntura que hizo que muchos se cuestionaran aquello a lo que él e Isabel se les había asignado garantizar: la estabilidad de la monarquía.

Al parecer, Felipe no esperaba el tipo de escrutinio público que llegó con los tiempos, cuando ventilar sus asuntos íntimos, incluso los de la reina, se convirtió en un elemento constante de la prensa sensacionalista, que él llegó a despreciar.

No hubo titulares más bulliciosos que los del tumultuoso matrimonio y divorcio del príncipe Carlos y Lady Diana Spencer. Pero el propio Felipe resintió la mirada indeseada de los reflectores cuando la familia real fue castigada por una respuesta aparentemente mezquina ante las efusivas muestras de dolor de Gran Bretaña por la muerte de Diana en un accidente automovilístico en París, en 1997.

También fue dolorosa para Felipe la revelación de que el príncipe Carlos, su hijo mayor, había hecho que se supiera que de niño había sido profundamente maltratado por un padre que lo menospreciaba una y otra vez, a menudo frente a amigos y familiares.

Una biografía de 1994, The Prince of Wales, por Jonathan Dimbleby con la colaboración del príncipe Carlos, señaló que mientras Felipe consentía “el comportamiento a menudo descarado y obstinado” de su hija, la princesa Ana, despreciaba abiertamente a su hijo, al que consideraba “un poco cobarde”.

Carlos, por su parte, “estaba intimidado por su padre”, que creía que lo había obligado a un “pésimo compromiso” con Diana, escribió Dimbleby.

Aunque la gloria que conoció fue en gran parte ajena, Felipe disfrutó sin embargo de los privilegios y prerrogativas de la corona británica, al vivir en el lujo, navegar en yates, jugar al polo y pilotear aviones. Y utilizó su posición para promover el bien común, al prestar su nombre y tiempo a causas como la construcción de campos de juego para los jóvenes británicos y la protección de la fauna en peligro de extinción.

También llevó la eficiencia en el Palacio de Buckingham, comprado originalmente por Jorge III, antepasado en común suyo y de Isabel. Felipe hizo instalar intercomunicadores, por ejemplo, para evitar la necesidad de emplear mensajeros.

En su casa mostró —para los estándares de palacio, en todo caso— un toque de normalidad. Cuando sonaba el teléfono, respondía él mismo, sentando un precedente real. Incluso un día anunció a la reina que le había comprado una lavadora. Al parecer, preparaba sus propios tragos, se abría las puertas y llevaba su propia maleta, diciendo a los lacayos: “Tengo brazos. No soy un maldito inútil”.

Envió a sus hijos a la escuela en lugar de que estudiaran con tutores en casa, como era costumbre en la realeza. Instaló una cocina en la suite familiar, donde freía huevos para desayunar mientras la reina preparaba el té; un intento, se decía, de proporcionar a sus hijos la apariencia de una vida doméstica común.

El príncipe Felipe tenía el pasaporte británico número 1 (la reina no necesita pasaporte) y cumplía con hasta 300 compromisos al año, entre ellos recibir al presidente Barack Obama y a su esposa, Michelle Obama, en el palacio de Buckingham en abril de 2009 y nuevamente en mayo de 2011. (No asistió cuando la reina se reunió con el presidente Donald Trump en diciembre de 2019 en Londres). Y estuvo en primera fila en los eventos reales, como la boda del príncipe Guillermo y Katherine Middleton en abril de 2011, vista en todo el mundo, y la visita de Isabel a la República de Irlanda, la primera de un monarca británico, al mes siguiente. Felipe fue el primer miembro de la familia real en ir a la Unión Soviética, representando a la reina en un viaje con el equipo ecuestre británico en 1973.

Para escapar de la vida de la corte, a Felipe le gustaba conducir rápido, relegando a menudo a su chofer al asiento trasero. Una vez, cuando la reina era su pasajera, un pequeño accidente dio lugar a grandes titulares. Finalmente renunció a su licencia de manejo en 2019, a los 97 años, después de que su Land Rover chocó con otro vehículo, hiriendo a sus dos ocupantes, y volcó cerca de la finca de la familia real, Sandringham, en Norfolk.

Le gustaba pilotar sus propios aviones y una vez estuvo a punto de chocar con un avión de pasajeros. Le gustaba navegar, pero se decía que tenía tan poca paciencia con las carreras de caballos que hizo que instalaran una radio en su sombrero de copa para poder escuchar los partidos de cricket cuando acompañaba a la reina a presenciar su deporte favorito.

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